Darío el Grande, la oreja de Jenkins y el Canciller de Hierro

La desinformación es tan antigua como el mismo lenguaje, pero su velocidad de propagación y su alcance dan un salto exponencial con cada nuevo canal de difusión del que nos dotamos.

Heródoto dijo: “nada en el mundo viaja más rápido que un mensajero persa”. Se refería al primer sistema de correo postal de alcance continental, instaurado por Darío I el Grande, Rey de Reyes de Persia desde el 522 a.C. Sin embargo, el mismo Darío se sirvió de dicho sistema para difundir, más rápido y lejos que nunca antes, una retorcida teoría de la conspiración que ha llegado hasta nuestros días, con la que buscaba legitimar su usurpación del trono de su legítimo heredero, Bardiya. Si bien su mecenazgo artístico y cultural dejaron un rico legado, el ascenso de Darío trajo consigo una política agresivamente expansionista, incluyendo el inicio de las invasiones persas de la Grecia Clásica, conocidas como las Guerras Médicas. Aunque las ciudades estado helenas siempre salieron vencedoras, incluyendo la derrota del propio Darío en Maratón, las Guerras Médicas causarían unas 300.000 bajas en un momento en que la población mundial se estimaba en 150 millones de personas, lo que equivale al 0,2% de los habitantes de la Tierra. Podemos compararlo con la mortalidad de la COVID-19, que se sitúa hoy en el 0,1% de la población mundial después de 3 años de pandemia, según la OMS.

Más de dos milenios después, en 1738, la emergente prensa de masas inglesa, ya agrupada en torno a la célebre Fleet Street de la City de Londres, atizaba a la opinión pública británica y empujaba al Parlamento a declarar la guerra a España. Su argumento: siete años antes, el capitán de la marina mercante Robert Jenkins había sido apresado, supuestamente sin motivo, por los guardacostas españoles frente a Florida, donde éstos le habrían amputado una oreja como una suerte de insulto a Gran Bretaña. Detrás de algunas de las cabeceras londinenses, sin embargo, se escondían las profundas arcas de la Compañía Británica de los Mares del Sur, famosa por la gran burbuja especulativa que sus prácticas corruptas crearon en 1720. Esta vez, la Compañía ansiaba proteger el llamado “asiento de negros” – su concesión exclusiva sobre el lucrativo tráfico de esclavos de África a la América española. La que fue conocida como la “Guerra de la Oreja de Jenkins” en Gran Bretaña, o “Guerra del Asiento” en España, duró nueve años y se saldó con decenas de miles de muertos y casi 600 buques hundidos, pero el comercio de esclavos en naves británicas hacia las colonias españolas no hizo más que crecer. Con el tiempo, los archivos de la Compañía revelaron que Jenkins y otros de sus capitanes habían transportado contrabando ilegal para aumentar los ingresos de la corporación esclavista, algo que los mismísimos guardacostas británicos castigaban, en esa época, con la muerte.

Pero con la invención del telégrafo eléctrico – el primer prototipo funcional de Francis Ronalds en 1816, y su posterior lanzamiento comercial en 1837 – la desinformación ya no se propagaría a la velocidad del caballo o de la impresión del papel. Ahora, la manipulación podía viajar a la velocidad de la luz. Así lo comprendió Otto von Bismarck cuando, en 1870, editó intencionadamente un telegrama de su rey, Guillermo I, para herir el honor del Segundo Imperio francés y provocar a la opinión pública gala a demandar la guerra contra Prusia – nada menos que un 14 de julio. Enarbolando el que pasó a la posteridad como “Telegrama de Ems”, Bismarck logró que Francia fuera percibida como agresora, y que los estados alemanes meridionales se vieran obligados a unirse a Prusia – unión ansiada por el canciller, y que se convertiría en permanente. Lo que siguió fue la Guerra Franco-Prusiana, que en sólo seis meses causó más de un millón de bajas, en el que fue el primer conflicto de la Era Industrial en Europa. Acabada la contienda, y con la proclamación del Imperio Alemán en el Salón de los Espejos de Versalles, el Canciller de Hierro conseguía instaurar una hegemonía reaccionaria, autoritaria y militarista para el naciente estado unificado alemán, enterrando el espíritu liberal y democrático con el que habían surgido los primeros movimientos pro-unificación en el Parlamento de Frankfurt de 1848. Ese espíritu no resurgiría hasta la proclamación de la breve República de Weimar en 1918, tras el colapso del régimen imperial ideado por Bismarck más de cuarenta años antes.

Hoy son las redes sociales, pero ayer fueron el correo postal, la prensa escrita o el telégrafo. La desinformación es tan antigua como el lenguaje mismo, pero su alcance y velocidad de propagación aumentan de forma exponencial con cada innovación en las herramientas de difusión – auténticas invenciones socio-tecnológicas, a priori con un enorme potencial positivo.

Pero, más allá de estos cuantitativos – velocidad, alcance – hay factores cualitativos que no cambian. Por lo general, la desinformación es de autor, esto es, tiene nombre y apellidos. La Historia nos demuestra que el “perfil tipo” del instigador es el de un hombre megalómano que busca atizar las pasiones de la ciudadanía con intereses muy concretos, invariablemente nefarios.

Es indiferente si se trata de legitimar a un usurpador persa con ansias de poder y conquista por medio de una mentira, o de proteger los intereses económicos del tráfico de esclavos ensalzando una oreja amputada, o de establecer un régimen autoritario a caballo de una guerra europea y un telegrama manipulado. O si se trata, por contra, de desarbolar el sistema democrático en EE. UU. mediante las teorías conspirativas del robo de unas elecciones, o de deslegitimar la política parlamentaria, democrática y plural en España con bulos advirtiendo de una suerte de autogolpe “social-comunista” por parte de un gobierno acusado de ilegítimo, aunque éste demuestre repetidamente su amplio apoyo parlamentario y su reconocimiento internacional.

Tanto da, en efecto, porque, si logra galvanizar a una masa crítica y suficiente en la sociedad – ya sea por aclamación mayoritaria o por la pasividad de sus críticos –, la Historia nos enseña que la desinformación suele catalizar la frustración, la indignación y el odio en forma de confrontaciones casi siempre violentas como medio para lograr los objetivos de sus promotores. En palabras de Rafael Alberti, “cuando se escucha que palpita solamente la rabia, las palabras entonces no sirven”. Presos de nuestras pasiones y sujetos a una visión distorsionada o abiertamente falsa de la realidad, es fácil despojarnos de empatía y compasión – es decir, deshumanizarnos – y sucumbir a nuestros instintos más primarios y miopes. Entonces, cualquier barbaridad es posible.

La lucha contra la desinformación es un deber cívico casi sagrado en una democracia. En concreto, es imprescindible forjar consensos que nos ayuden a asegurar la integridad de nuestros medios de difusión de forma independiente y eficaz. El progreso social se produjo cuando, y gracias a que, fuimos capaces de regular el uso de los superpoderes que nos confirieron dichos medios para dotarlos de credibilidad. El correo postal está hoy protegido por ley en las democracias y gestionado por organismos independientes, al igual que las telecomunicaciones – donde urge ponernos al día en el terreno del cíber-espionaje – o los medios de comunicación – al menos en los países con vocación de liderazgo.

Pero jamás podemos olvidar la que es la primera y la última línea de defensa contra el engaño: la educación universal de calidad. Capacitar a las ciudadanas y ciudadanos de todas las edades para el pensamiento independiente y crítico es una condición imprescindible para lograr cualquier consenso colectivo, y es en sí mismo el mejor escudo individual contra la manipulación. Como dijo Tucídides, considerado el primer historiador riguroso, y cuya juventud transcurrió durante las Guerras Médicas iniciadas por el impostor Darío el Grande: “la ignorancia es atrevida, pero el conocimiento es reservado”.


Gonçal Berastegui | 11/12/2022

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