La sombra de la tormenta

por Gonçal Berastegui 

Como explicaba con su tradicional clarividencia Enric Juliana en un reciente artículo en La Vanguardia, en el momento de aceleración global que vivimos, los planos doméstico e internacional se entrelazan íntimamente. Esa relación es explotada por quienes persiguen reconfigurar esquemas aprovechando la fluidez del momento. Pero se da el caso de que, además, esos intentos de reconfiguración guardan, a menudo, fuertes paralelismos con precedentes históricos. En ocasiones, la coincidencia es tan intensa que parecería que algunos líderes están empleando los mismos manuales que se demostraron efectivos en tiempos pasados. Manuales para recorrer la delgada arista que separa los dos planos del aquí y el allá en busca de un cambio de hegemonía en tiempos fluidos. Coincidencias que cuesta advertir en el clima de ruido que todo lo invade. Es el regreso de la geopolítica a Europa, y vale la pena fijarse en un ejemplo concreto.  

A finales de abril, supimos que Italia había proporcionado misiles de crucero “Storm Shadow” a Ucrania, como hicieron antes Reino Unido y Francia. Se trata de un modelo de misil de crucero avanzado de origen europeo, desarrollado precisamente por Reino Unido y Francia, que permite llevar a cabo ataques aire-superficie convencionales de alta precisión, contra objetivos de alto valor estratégico, y gracias a su largo radio de acción, permite que las aeronaves que lo portan queden fuera del perímetro de la defensa aérea enemiga. Hablamos de uno de los sistemas de armamento más potentes de los que dispone la fuerza aérea ucraniana, aunque su alcance esté probablemente limitado por las reglas contra la proliferación de misiles, a las que, según datos disponibles, sigue adhiriéndose la OTAN y que, por otra parte, no afectan al arsenal ruso, que sí cuenta con sistemas de armas con alcance muy superior para sus bombardeos contra objetivos civiles.

Los escasos y valiosos misiles “Storm Shadow” permiten a Ucrania alcanzar objetivos militares rusos de alto valor en las zonas de su territorio ocupadas por las fuerzas de Putin, incluyendo la península de Crimea, anexionada ilegalmente por Rusia en 2014. Sistemas de estas características son objetivamente necesarios para que Ucrania disponga de una mínima capacidad para desarbolar la maquinaria de conquista rusa. Pero su actual cesión por parte de Italia responde, a la vez, a una razón clara con la vista puesta en Oriente – es decir, a Ucrania – y a otra igualmente clara mirando a Occidente. El aquí y el allá. Dos planos separados por una delgada arista, transitable con el manual adecuado.

Como también nos descifraba Juliana, el objetivo del actual gobierno de Roma es resituar a Italia en el grupo de paises de la OTAN más dispuestos a apoyar a Ucrania frente a Rusia, en un momento de posible reconfiguración de la política europea y euroatlántica. Con este gesto, Giorgia Meloni intenta posicionarse como un socio fiable en materia de defensa y política exterior, férreamente atlantista, lejos de aquellas fotos de Matteo Salvini, su viceprimer ministro y socio de coalición, posando en la Plaza Roja de Moscú con una camiseta que glorificaba a Putin, al que llamó “el mejor estadista del mundo” en 2019. El contraste debe ser igual de fuerte respecto a los flirteos del gobierno Conte con Rusia y China entre 2018 y 2020 – incluyendo el memorando firmado por Conte y Xi Jinping para la entrada de Italia en la “Nueva Ruta de la Seda”, o el convoy militar medicalizado que Putin ofreció en los primeros y durísimos días de la Pandemia, en forma de “Viruspolitik”, frente a una Europa poco sensible con el drama que explotaba primero en Italia.

La lectura en el plano “occidental” de este envío de armas, pues, es clara. Pero para quienes estén familiarizados con la Historia europea del complejísimo siglo XIX, quizá salte a la vista una coincidencia muy llamativa si se observa la foto resultante: Italia buscando su reconocimiento en la política internacional mediante un alineamiento militar con el Reino Unido y Francia al respecto de Crimea. No es un cuadro cualquiera. La casualidad (o no) ha querido que sea exactamente el mismo marco sobre el cual se empezó a acelerar la unificación italiana a mediados del siglo XIX, después de duros y sangrientos reveses en las décadas anteriores. Camillo Benso, conde de Cavour, primer ministro del pequeño Reino de Cerdeña-Piamonte, capital Turín, convenció al joven rey Víctor-Manuel II para enviar un contingente a la Guerra de Crimea, para combatir junto a británicos, franceses y turcos contra el Imperio Ruso. Hasta 17.000 soldados piamonteses lucharon en el sitio de Sebastopol, capital histórica de Crimea, hoy bajo ocupación rusa desde hace diez años.

La participación de Cerdeña-Piamonte en la Guerra de Crimea le abrió a Cavour las puertas de las cancillerías de Europa Occidental. Acción en Oriente con la mirada puesta en Occidente. He aquí el manual para transitar por la delgada arista entre ambos planos. Manual de realpolitik de la vieja escuela, made in Italy.

De las puertas que se le abrieron a Cavour, la que eligió fue la del coche de caballos de Napoleón III en Plombières-les-Bains, un pequeño pueblo balneario en el departamento francés de los Vosgos. En el estrecho habitáculo del carruaje, ambos hombres hablaron en solitario durante toda la mañana y toda la tarde. En ese espacio de tiempo, el primer ministro piamontés convenció al emperador francés para que le apoyara en su ambición de expulsar la hegemonía austríaca de Italia, paso necesario para abrir el camino a la unificación de la península. Apeló así al ansia que padecía el sobrino acomplejado del Gran Corso por reestablecer la primacía militar francesa en Europa bajo el águila imperial de los Bonaparte, 40 años después de Waterloo.

En ese coche de caballos, conduciendo en círculos por ese pequeño pueblo francés, se pactó en secreto un realineamiento mayúsculo de la política europea, de enormes consecuencias para las décadas y siglos venideros. No sólo se aceleraba la unificación de Italia. En términos más amplios, se ponían los cimientos para que el nacionalismo se convirtiese en un movimiento abiertamente conservador. Nacido a caballo de la Revolución Francesa como un movimiento ilustrado y liberal, el nacionalismo de los pueblos europeos se había opuesto, en un primer momento, a los imperios reaccionarios del antiguo régimen gobernados desde Viena o San Petersburgo. Ese movimiento liberal y antimperialista lo habían abanderado numerosos revolucionarios, desde Bélgica hasta Polonia, pasando por Alemania, Hungría, Chequia, Croacia, y por supuesto, Italia. Pero ante el fracaso sonoro de las Revoluciones de 1848, la llamada “Primavera de los Pueblos”, duramente reprimida, se abría un impasse. Las tesis del nacionalismo habían demostrado su apoyo popular, pero la revolución liberal no era, a todas luces, un método capaz de romper el Concierto de Europa entonces reinante.

En Plombières-les-Bains, con la llave de Crimea en el bolsillo, Cavour recogió ese maltrecho ideal nacionalista de las manos del republicanismo liberal, que en Italia y en Europa había encarnado Giuseppe Mazzini, ideólogo paneuropeísta y revolucionario infatigable. (Mazzini, un verdadero visionario adelantado a su tiempo con quien el destino del duro siglo XIX fue muy poco generoso). Mientras, en Alemania, haría lo propio un ambicioso diplomático prusiano de nombre Otto von Bismarck. Europa giraba a la derecha.

Según el relato de Cavour su rey, Napoleón III se despidió de él, ese 21 de julio de 1858, con un apretón de manos y con una frase que denotaba lo informal de aquél pacto inconfesable, que de divulgarse, hubiese zozobrado ante la mirada crítica de las otras potencias: “Abbiate confidenza in me, come io l'ho in voi”. Tenga confianza en mí, como yo la tengo en usted.

En su operación de blanqueamiento de cara a Occidente – con la vista puesta en la UE y la OTAN – parecería que la hábil pero implacable ultraderechista Meloni ha rescatado esa página del diario del pragmático Cavour. Esta vez, sin embargo, el objetivo último no es una unificación territorial. Nada más lejos de la realidad, ya que, de darse un crecimiento por parte de la extrema derecha en las próximas elecciones europeas, supondrá, sin duda, un serio revés a la integración europea. Meloni tiene en mente otra unificación: la que supondría el pacto entre un sector de la extrema derecha, encabezada por su partido postfascista, y la derecha tradicional, encarnada por el grupo popular, en las instituciones europeas, empezando por el Parlamento que se elige en pocos días.

17.000 soldados piamonteses en Crimea le abrieron a Cavour la puerta del carruaje de Napoleón III. Es probable que hoy, los misiles “Storm Shadow” italianos que tanto necesita Ucrania, desplegados en el mismo enclave, le abran la puerta de otro elegante vehículo a la actual primera ministra italiana, para forjar un pacto con el objetivo de que Europa gire una vez más a la derecha.

Pero lo paradójico sería que las y los europeos optemos por el repliegue nacional cuando, precisamente, ayudar a Ucrania a defenderse pasa por una Unión Europea más capaz, no menos. A medida que el mundo se vuelve más competitivo, también exige una mayor masa crítica para poder mantener nuestra prosperidad, nuestra seguridad y nuestra autonomía. En este contexto, es simplemente imposible recuperar la soberanía nacional. ¿Qué soberanía puede tener un estado de 10, 30 o 60 millones de habitantes frente a gigantes tecnológicos o grandes potencias de las que tienen fuertes dependencias sus gobiernos y sus ciudadanos? Estas dependencias son las que, en términos reales, erosionan la soberanía nacional. Y lo hacen de manera irreversible, precisamente por la falta de masa crítica de los estados europeos para competir, por sí solos, en el mundo de hoy y de mañana. Si se atiende a los datos, la soberanía popular que han perdido los estados sólo se puede reconstruir a nivel europeo. Con más unión, no menos. Como ya proyectaba el perseverante Mazzini, la unificación de Italia tenía que ser la antesala de la unificación de Europa. Siglo y medio después, entre aristas y viejos manuales, hay puertas que vuelven a abrirse.

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